La Barrera
Porque El nos libró del dominio de las tinieblas y nos trasladó al reino de su Hijo amado, en quien tenemos redención: el perdón de los pecados.” (Colosenses 1:13-14)
El Este y el Oeste de Berlín estuvieron divididos, durante casi tres décadas, por un gran muro de hormigón armado. Era una barrera bastante visible entre dos dominios opuestos. En medio de un vasto imperio gobernado por la tiranía, el Oeste de Berlín era como una pequeña isla de “relativa” libertad. Millones de almas oprimidas anhelaban la libertad del Oeste, aunque para la gran mayoría esto era tan sólo un sueño imposible. Aún así, algunos pocos valientes lograron escapar. Venciendo obstáculos casi insuperables, arrastrándose a través de túneles por debajo del muro. No podían llevarse nada con ellos —sólo un poco de ropa a la espalda— pero estaban contentos de dejar todo atrás porque tenían esperanza de comenzar una nueva vida.
Este ejemplo del muro de Berlín nos puede ayudar a “ver” la barrera invisible, pero muy real que separa el dominio de la oscuridad del reino de la luz y nos puede ayudar a entender el esfuerzo que toma pasar de un reino a otro.
El dominio de la oscuridad
Todo el mundo yace bajo el poder del maligno,[1] todos nacen bajo su dominio.[2] Aunque todos los hombres tienen una voluntad libre y una conciencia por la cual disciernen el bien del mal [3], están alienados, separados de Dios, debido al pecado heredado desde Adán y deben de luchar para abrirse camino en este mundo. [4] “Su propio interés y la arraigada inseguridad les hace ser presa fácil para el malvado príncipe de este mundo, cuya principal ocupación es engañarles. [5] Si no hubiera sido por la conciencia ya habría desaparecido hace mucho tiempo la sociedad humana. Hoy en día el ignorar la conciencia está dando lugar a unas demandas insaciables del “yo”, hasta tal punto, que los fundamentos morales se están desmoronando. [6]
La naturaleza del mundo está basada en el interés propio. Las almas de los hombres – su intelecto, emociones y voluntad – están consumidas con sus propias necesidades, con el avance de su propia carrera, su reputación, y por construir y mantener el sistema, el orden de este mundo. [7] Sus deseos y ambiciones son la causa de una inmensurable miseria humana. Sus ojos no pueden encontrar ninguna salida al ciclo del pecado y de la muerte en el que están atrapados. Ni siquiera su religión les libera, sino que sólo les conforta dentro de su prisión. Se sientan en la oscuridad a la sombra de la muerte. [8]
El Reino de la Luz
Sobre esta maltratada tierra erosionada por la historia humana caminó una vez un hombre con un extraordinario mensaje:
El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón; a pregonar libertad a los cautivos, y dar la vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos; a predicar el año favorable del Señor. (Luc. 4:18-19)
Desde que el Hijo de Dios se separó del sistema religioso caído de aquellos días [9], en su bautismo, todo lo que habló fue acerca del evangelio del reino. [10] Llenó a sus discípulos y a todos los que le escuchaban con la visión de un nuevo orden social basado en el amor, algo muy opuesto al egoísmo o interés propio del que se alimenta el dominio de las tinieblas.
Cuando Él hablaba de amor no se refería solamente a una emoción sino al acto deliberado de la propia voluntad para buscar el bienestar de los demás sin tener en cuenta si uno va a perder o a ganar. [11]
No se refería tampoco a ocasionales actos heroicos de amor que adornaran la típica rutina. Vivió y murió para establecer una sociedad de gente que no piense en sí misma [12], sino que pasen sus vidas cada día sirviéndose unos a otros. Esto es lo que quería decir con “buscar primero el reino de Dios”.
El Maestro no tenía ninguna expectación de que este nuevo orden social llenara la tierra en esta edad. No encomendó a sus discípulos hacer de este mundo un lugar mejor infiltrándose en la sociedad, industria o gobierno. [13] Al contrario, Él les llamó a salir de ese sistema caído [14], incluso al costo de romper con las relaciones familiares [15] para poder seguirle. Juntos formarían una “ciudad” sobre una colina, juntos serían una luz para el mundo que les rodeaba. [16] Sus “ciudades” (comunidades) serían islas de refugio en medio de un mundo esclavizado al maligno [17], un saboreo de la plenitud del reino del Mesías, el cual llenará toda la tierra en la próxima edad cuando el maligno sea atado. [18]
De todas maneras ese saboreo del reino no vendría hasta que el Mesías muriese como rescate por todos [19] resucitase de la muerte y ascendiese al Padre en el cielo. Entonces es cuando su Espíritu podría ser enviado para llenar a los expectantes discípulos y darles poder para hacer todo lo que el Maestro les había enseñado acerca del Reino de Dios. [20] No fue casualidad, que cuando los primeros discípulos recibieron el Espíritu Santo (el día de Pentecostés), y hablaron el evangelio del reino con valentía, tres mil hombres respondieran a la llamada de ser salvos de esta perversa generación dejando atrás su propia vida para vivir una vida juntos en común. [21] Esa era la respuesta normal y apropiada a las Buenas Nuevas de aquel que murió, resucitó y les rescató de las garras del maligno y de su oscuro dominio. Esta vida en común, de amor y unidad sería el testimonio del reino [22]– La evidencia de que Él estaba reinando entre ellos. [23]
La barrera entre los reinos
Aunque el Libro de los Hechos nos cuenta la historia en sólo unas pocas frases, cada uno de esos 3.000 hombres tuvieron que vencer sus propios obstáculos personales para rendir su vida. Había muchas cosas que considerar: esposas e hijos, padres y hermanos granjas y negocios, empleos, posesiones y deudas. Probablemente no todos sus familiares y amigos estaban contentos con las decisiones que tomaran ese día, entregar todo para seguir a este Mesías resucitado, al que sólo se le podía ver en su gente. Aquellos hombres necesitaron mucho coraje para caminar en las confesiones de fe que hicieron ese día, a cualquier precio. [24]
La barrera que mantiene a los hombres cautivos en el dominio de las tinieblas, aunque invisible, es tan real como el Muro de Berlín. En vez de cemento y alambrada está tejida con temor, vergüenza, inseguridad, intimidación, ansiedad, presión social, apegos emocionales, orgullo y montones de enredos mundanos. Cuando alguien está verdaderamente cansado de su servidumbre al malvado príncipe de este mundo y al peso de su propia culpa, y escucha la voz del Justo a través de sus siervos, y es atraído a la luz que emana de su campamento; él o ella se tendrán que encarar (enfrentar) inevitablemente con esta barrera. Todo tipo de obstáculos van a ponerse en el camino: una esposa indispuesta, niños rebeldes, responsabilidades financieras, promesas, amenazas, súplicas y avisos de familiares y amigos. Los tentáculos del entorno invisible de las tinieblas van a apretar sus garras, sirviéndose de cualquier apego terrenal, sobre cualquiera que quiera escapar. No es que la sangre del Hijo de Dios sea insuficiente para pagar el rescate de todos, sino que no todos están dispuestos a hacer Su voluntad. No todos están lo suficientemente sedientos como para vencer cada obstáculo que les impide beber del agua de la vida:
“Al que tiene sed, yo le daré gratuitamente de la fuente del agua de la vida. El vencedor heredará estas cosas, y yo seré su Dios y él será mi hijo. Pero los cobardes, incrédulos, abominables, asesinos, inmorales, hechiceros, idólatras y todos los mentirosos tendrán su herencia en el lago que arde con fuego y azufre, que es la muerte segunda.” (Apocalípsis 21:6-8)
Los que son demasiado cobardes para vencer esos obstáculos exponen su incredulidad. Escogiendo las triviales comodidades de su cautividad muestran desprecio por la sangre que fue derramada por ellos, y se hacen culpables, clasificándose a sí mismos entre los peores criminales.
No hay peaje a la entrada del reino de la luz. La vida abundante del Hijo de Dios es dada libremente. Pero al igual que ese túnel bajo el Muro de Berlín, el camino de escape que lleva al Reino es estrecho y difícil y pocos son los que lo encuentran. Nada de la vieja vida puede pasar a través de él, por eso sólo los que odian su vida en este mundo serán capaces de cruzarlo. Son los únicos que se unirán a Él en la semejanza de su muerte y servirle donde Él está.
Porque si hemos sido unidos a Él en la semejanza de su muerte, ciertamente lo seremos también en la semejanza de su resurrección, sabiendo esto, que nuestro viejo hombre fue crucificado con Él, para que nuestro cuerpo de pecado fuera destruido, a fin de que ya no seamos esclavos del pecado; porque el que ha muerto, ha sido libertado del pecado. (Romanos 6:5-7)